-¿Decíamos?
Sir Ilan avivó el fuego extinto, prendiendo de nuevo madera aromática. Cuando la hoguera alcanzó la fuerza que él deseaba, se volvió hacia Eli-zabad. Sonrió.
Ella le observaba atemorizada, encogida tras las sedas del dosel, esperando. Sir Ilan se quitó el guantelete de piel de dragón de la mano derecha. Extrajo de entre sus ropas una cadena de oro que brillaba con los tenues destellos de la hoguera, y de la cual colgaba un anillo: su sello. Lo extrajo de la cadena y se lo puso en el anular, observando a la luz de las llamas el metal con el escudo de armas grabado. Introdujo la mano en la hoguera, y dejó que las lenguas de fuego lamiesen su piel… no le herían, no le quemaban. Sin embargo, el anillo empezó a calentarse; Sir Ilan esperó, sin dejar de sonreír a su desconcertada esposa. Cuando el metal estuvo al rojo, sacó la mano de la chimenea.
De dos zancadas, se plantó al lado de la cama. Su mujer intentó revolverse, pero él era más rápido. Sujetó a Eli-zabad por un brazo e, ignorando sus gritos de terror, cerró la mano y aplicó el sello en su cuello, apoyándolo con firmeza sobre la piel. Se escuchó un silbido superponiéndose al aullido de ella, y al separar la mano, Sir Ilan observó complacido su escudo de armas marcado a fuego en la blanquísima piel del cuello de su esposa.
-Con esto -dijo, sonriendo maquiavélicamente– me aseguraré de que cualquiera que os toque sepa que sois de mi propiedad. Y con esto –se acercó al tocador de su mujer, mientras ella gemía y se llevaba los dedos a la dolorida cicatriz– me aseguraré de que nadie quiera tocaros.
Cogió las tijeras de plata del tocador y las observó, sin dejar ni un momento de sonreír con placer. Barrió a Eli-zabad con la mirada. La sacó de la cama a rastras y la obligó a arrodillarse, retorciéndole el brazo derecho detrás de la espalda. Cortó su pelo con veloces ademanes, dejándolo irregular, en mechones de una longitud mínima.
-Si esto no resulta efectivo –continuó, paseando las puntas de las tijeras por su rostro asustado-, la próxima vez serán la nariz o las orejas.
Volvió a colgar el sello de la cadena y a esconderla entre sus ropas. Luego, recogió del suelo su guantelete y volvió a ponérselo como si nada hubiera ocurrido. Abandonó la habitación sin decir nada más. Tras él, Eli-zabad se dejó inerte en el suelo y se echó a llorar hasta caer dormida.
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Sir Ilan avivó el fuego extinto, prendiendo de nuevo madera aromática. Cuando la hoguera alcanzó la fuerza que él deseaba, se volvió hacia Eli-zabad. Sonrió.
Ella le observaba atemorizada, encogida tras las sedas del dosel, esperando. Sir Ilan se quitó el guantelete de piel de dragón de la mano derecha. Extrajo de entre sus ropas una cadena de oro que brillaba con los tenues destellos de la hoguera, y de la cual colgaba un anillo: su sello. Lo extrajo de la cadena y se lo puso en el anular, observando a la luz de las llamas el metal con el escudo de armas grabado. Introdujo la mano en la hoguera, y dejó que las lenguas de fuego lamiesen su piel… no le herían, no le quemaban. Sin embargo, el anillo empezó a calentarse; Sir Ilan esperó, sin dejar de sonreír a su desconcertada esposa. Cuando el metal estuvo al rojo, sacó la mano de la chimenea.
De dos zancadas, se plantó al lado de la cama. Su mujer intentó revolverse, pero él era más rápido. Sujetó a Eli-zabad por un brazo e, ignorando sus gritos de terror, cerró la mano y aplicó el sello en su cuello, apoyándolo con firmeza sobre la piel. Se escuchó un silbido superponiéndose al aullido de ella, y al separar la mano, Sir Ilan observó complacido su escudo de armas marcado a fuego en la blanquísima piel del cuello de su esposa.
-Con esto -dijo, sonriendo maquiavélicamente– me aseguraré de que cualquiera que os toque sepa que sois de mi propiedad. Y con esto –se acercó al tocador de su mujer, mientras ella gemía y se llevaba los dedos a la dolorida cicatriz– me aseguraré de que nadie quiera tocaros.
Cogió las tijeras de plata del tocador y las observó, sin dejar ni un momento de sonreír con placer. Barrió a Eli-zabad con la mirada. La sacó de la cama a rastras y la obligó a arrodillarse, retorciéndole el brazo derecho detrás de la espalda. Cortó su pelo con veloces ademanes, dejándolo irregular, en mechones de una longitud mínima.
-Si esto no resulta efectivo –continuó, paseando las puntas de las tijeras por su rostro asustado-, la próxima vez serán la nariz o las orejas.
Volvió a colgar el sello de la cadena y a esconderla entre sus ropas. Luego, recogió del suelo su guantelete y volvió a ponérselo como si nada hubiera ocurrido. Abandonó la habitación sin decir nada más. Tras él, Eli-zabad se dejó inerte en el suelo y se echó a llorar hasta caer dormida.
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