El duque realizó el camino en sentido contrario, conteniendo la respiración al pasar por las mazmorras. No le molestaba la peste a cuerpos en descomposición, desnutridos y llenos de llagas supurantes, sino el hedor de la putrefacción de sus espíritus, que él podía percibir como algo físico. Peor aún, la fetidez de aquellos que todavía mantenían sus almas puras, rezando entre farfullos a sus dioses luminosos y consolando a sus compañeros de celda si era necesario… eso le parecía realmente vomitivo y repugnante. Débiles. Damiselas de brillante armadura. Comprobó, complacido, que no había rastros de la presencia de dama Ariadna en su camino, y volvió a su sanctasanctórum anticipándose con deleite a lo que allí le esperaba.
Lord Sergei dirigió su mirada hacia su propia túnica cubriendo el cuerpo de Eli-zabad y a la copa usada que había en el suelo, al lado del asiento donde ella descansaba. El aspecto era algo intermedio entre la comicidad y una oscura seriedad. La ropa negra le daba a la blanca figura de su amante un aire solemne y un tanto marchito, de rosal o hiedra trepando sobre una lápida; y los pliegues que formaba por ser varias tallas mayor, a lo largo y a lo ancho, otorgaban un matiz risueño, como si el aprendiz se hubiera vestido de archimago en un delirio de grandeza.
El duque sonrió con magnanimidad. Casi le faltó preguntarle "¿Os habéis divertido jugando a los alquimistas?", pero no lo hizo: parecía dormida. Se acercó a ella, dispuesto a continuar lo que había dejado a medias, y alzó la copa llevándosela a los labios, pensando que sólo contenía vino. El hecho de que estuviera casi apurada y la visión de unos extraños grumos en el fondo le hicieron detener su gesto. Su sonrisa se heló cuando, pasando el dedo por las gotas de vino que quedaban en el fondo de la copa, grumosas, percibió su textura. Había hojas pequeñas y sin triturar macerándose en el líquido... las reconoció casi al instante. Hierba del condenado: en minúsculas dosis, analgésico; en pequeñas medidas, un potente somnífero, y en cantidades un poco menos pequeñas, un veneno letal. Raíz de amapolas, miel de crisantemo... tardó unos instantes en separar en su mente la amalgama de hierbas y cenizas que quedaban como posos en el fondo del recipiente. Algunos ingredientes pulverulentos no supo qué eran.
Curioso. Evidentemente, era un analgésico, y en principio, parecía ser muy bueno. La tentación de experimentar pudo con él. Sin ningún comentario se clavó la punta de una daga, de tantas que había en la mesa, en la sensibilísima yema del dedo índice, apuró el contenido de la copa y vio el agudo y molesto dolor desaparecer casi al instante. Él habría tardado semanas en fabricar un preparado tan exacto y tan eficiente; en obtener la perfecta combinación de sustancias que provocaban la calma total del dolor de modo inmediato sin causar somnolencia, entumecimiento o abotargamiento. De hecho, si no fuera porque el preparado no estaba convenientemente filtrado -paso que jamás olvidaba quien estuviese habituado a fabricar filtros de envenenamiento- ni el sabor, ni el olor, ni el color, ni siquiera una textura extraña al probarlo, le hubieran delatado. La mezcla era, dentro de la humilde sencillez de su propósito, sencillamente sublime. El analgésico era realmente potente, y Eli-zabad, pues tenía que haber sido ella, como mucho había tardado media hora en elaborarlo. "Ha tenido que ser Eli-zabad". Su boca se curvó en una sonrisa inconsciente y una sola palabra revoloteó en la mente del duque: útil.
La miró, adormilada en el sillón. Estaba hermosa y lánguida, irradiaba una inhabitual y extraña inocencia que, desde luego, no abundaba por aquellos lares. Respiraba con suavidad, y el aire se escapaba como un beso por entre sus labios entreabiertos. El rostro relajado infundía una sensación de serena paz. Lord Sergei deseó poseer esa paz aunque fuera un instante, ser dueño de toda su ingenuidad y su candor, tenerlo para sí, alimentarse de ello, nutrirse respirando tal deliciosa pureza, como si Eli-zabad pudiera ser encerrada en una jaula, o su espíritu contenido en una multifacetada gema, o su pureza engullida como si de vino se tratase… él sonrió. Sí podía.
El deseo fue súbito e intenso, perversamente intenso, de dolorosa viveza. Le costó controlarse, no abalanzarse sobre ella e intentar devorar su alma hasta sentirse calmado, lleno de tan sublime esencia.
Al acercarse a ella, Eli-zabad súbitamente se desperezó. Un instante de perplejidad, y la mirada depredadora de lord Sergei, aún su rostro torcido en un rictus de avidez, la hizo sentir un escalofrío. Y casi inmediatamente, ella empezó a hablarle, como si se hubiese estando preparando para dirigirse a él.
-Milord -susurró Eli-zabad, sonriendo con amargura mal disimulada-, he de hablaros -tomó aire, como si le costase un gran esfuerzo construir frases, y retomó la conversación con el duque como si nunca hubiera sido interrumpida-. Sin duda es muy amable por vuestra parte preocuparos por mi seguridad, y aprecio vuestra determinación por protegerme pero...
Inhaló aire de nuevo y habló con voz titubeante y extraña osadía.
-Mi esposo tal vez no pueda tocarme ahora, pero... ¿qué ocurrirá cuando os canséis de mí? -su mirada estaba perdida, como si anticipase el momento- Será peor de lo que pueda imaginar, mi señor. Me hará pagar toda su ira, toda la furia que haya estado macerando desde ahora. Os ruego que me permitáis volver a mis aposentos. Prefiero sufrir sus enfados poco a poco, mi señor. Yo... debería terminar con esto. Cualquier día me matará -dijo para sí, susurrándose a sí misma, y su voz se deshizo en el aire oscurecido de la sala.
Lord Sergei la observó con fijeza y sonrió. Era una sonrisa helada, carente de la burla que habitualmente teñía su mirada. Era una sonrisa desagradable, que atemorizaba, de siniestra perversidad.
-¿Cuando me canse de vos? -escupió, repitiendo sus palabras con un deje siseante y tenebroso, apenas escondiendo su repentina ira.
Ni siquiera había escuchado el resto. La franqueza de Eli-zabad le había sorprendido desagradablemente, a parte del desconcierto que le había provocado descubrir el brebaje a sus pies. Y no le gustaba nada estar desconcertado, sorprendido ni confuso. Ciertamente, era una actitud un tanto infantil, de pueril orgullo. Pero lord Sergei no soportaba que alguien destripase el final de sus planes, por muy irreversible que este fuera. Le embargó el enfado, contra sí mismo por haberse dejado descubrir y por Eli-zabad por haberle descubierto; el desconcierto por la sinceridad de ella y una sensación extraña, muy extraña, que hacía mucho que había dejado de sentir... ¿culpa?
En realidad, el que hubiera habido docenas de mujeres antes de Eli-zabad y que habría cientos después de ella no era ningún secreto. Nada que ocultar, todo el mundo lo sabía, un secreto a voces. Incluso dama Ariadna lo sabía y no le importaba lo más mínimo -ella también tenía sus distracciones; su matrimonio con lord Sergei tan sólo era una alianza política que le beneficiaba más a él que a ella-. Sin embargo, cuando Eli-zabad le expuso su conocimiento sobre su tendencia a la infidelidad, y su dócil resignación a ser una más, el duque se sintió sorprendido en flagrante falta. Percibió el... sí, el hecho de serle infiel a ella, como un pecado. Un pecado no para sus dioses ya que pocas cosas consideraban pecado ellos, sino para sí mismo.
Bajo la mirada cálida e ingenua de su amante, él, el duque Negro, temido y respetado, se sintió por primera vez en mucho tiempo vulnerable. La cólera le inundó, ardiente, arrasando todo rastro de pensamiento racional.
¿Cómo se atrevía a... a... a hacerle sentir así? ¡A él! ¡Él, que podía destruirla con una sola palabra, que podía prolongar su agonía hasta el infinito! ¿Cómo era posible que osase mirarle de ese modo, hablarle así, hacer... lo que demonios quisiera estar haciendo? Apretó los dientes. No estaba nada acostumbrado a que le hicieran perder el control de ese modo, bajo oleadas de rabia.
-Mi señor -ella bajó la mirada y su sonrisa se esfumó-, no soy estúpida. Sé que no represento para vos más que un pasatiempo; que ha habido muchas antes que yo y que muchas habrá después.
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Lord Sergei dirigió su mirada hacia su propia túnica cubriendo el cuerpo de Eli-zabad y a la copa usada que había en el suelo, al lado del asiento donde ella descansaba. El aspecto era algo intermedio entre la comicidad y una oscura seriedad. La ropa negra le daba a la blanca figura de su amante un aire solemne y un tanto marchito, de rosal o hiedra trepando sobre una lápida; y los pliegues que formaba por ser varias tallas mayor, a lo largo y a lo ancho, otorgaban un matiz risueño, como si el aprendiz se hubiera vestido de archimago en un delirio de grandeza.
El duque sonrió con magnanimidad. Casi le faltó preguntarle "¿Os habéis divertido jugando a los alquimistas?", pero no lo hizo: parecía dormida. Se acercó a ella, dispuesto a continuar lo que había dejado a medias, y alzó la copa llevándosela a los labios, pensando que sólo contenía vino. El hecho de que estuviera casi apurada y la visión de unos extraños grumos en el fondo le hicieron detener su gesto. Su sonrisa se heló cuando, pasando el dedo por las gotas de vino que quedaban en el fondo de la copa, grumosas, percibió su textura. Había hojas pequeñas y sin triturar macerándose en el líquido... las reconoció casi al instante. Hierba del condenado: en minúsculas dosis, analgésico; en pequeñas medidas, un potente somnífero, y en cantidades un poco menos pequeñas, un veneno letal. Raíz de amapolas, miel de crisantemo... tardó unos instantes en separar en su mente la amalgama de hierbas y cenizas que quedaban como posos en el fondo del recipiente. Algunos ingredientes pulverulentos no supo qué eran.
Curioso. Evidentemente, era un analgésico, y en principio, parecía ser muy bueno. La tentación de experimentar pudo con él. Sin ningún comentario se clavó la punta de una daga, de tantas que había en la mesa, en la sensibilísima yema del dedo índice, apuró el contenido de la copa y vio el agudo y molesto dolor desaparecer casi al instante. Él habría tardado semanas en fabricar un preparado tan exacto y tan eficiente; en obtener la perfecta combinación de sustancias que provocaban la calma total del dolor de modo inmediato sin causar somnolencia, entumecimiento o abotargamiento. De hecho, si no fuera porque el preparado no estaba convenientemente filtrado -paso que jamás olvidaba quien estuviese habituado a fabricar filtros de envenenamiento- ni el sabor, ni el olor, ni el color, ni siquiera una textura extraña al probarlo, le hubieran delatado. La mezcla era, dentro de la humilde sencillez de su propósito, sencillamente sublime. El analgésico era realmente potente, y Eli-zabad, pues tenía que haber sido ella, como mucho había tardado media hora en elaborarlo. "Ha tenido que ser Eli-zabad". Su boca se curvó en una sonrisa inconsciente y una sola palabra revoloteó en la mente del duque: útil.
La miró, adormilada en el sillón. Estaba hermosa y lánguida, irradiaba una inhabitual y extraña inocencia que, desde luego, no abundaba por aquellos lares. Respiraba con suavidad, y el aire se escapaba como un beso por entre sus labios entreabiertos. El rostro relajado infundía una sensación de serena paz. Lord Sergei deseó poseer esa paz aunque fuera un instante, ser dueño de toda su ingenuidad y su candor, tenerlo para sí, alimentarse de ello, nutrirse respirando tal deliciosa pureza, como si Eli-zabad pudiera ser encerrada en una jaula, o su espíritu contenido en una multifacetada gema, o su pureza engullida como si de vino se tratase… él sonrió. Sí podía.
El deseo fue súbito e intenso, perversamente intenso, de dolorosa viveza. Le costó controlarse, no abalanzarse sobre ella e intentar devorar su alma hasta sentirse calmado, lleno de tan sublime esencia.
Al acercarse a ella, Eli-zabad súbitamente se desperezó. Un instante de perplejidad, y la mirada depredadora de lord Sergei, aún su rostro torcido en un rictus de avidez, la hizo sentir un escalofrío. Y casi inmediatamente, ella empezó a hablarle, como si se hubiese estando preparando para dirigirse a él.
-Milord -susurró Eli-zabad, sonriendo con amargura mal disimulada-, he de hablaros -tomó aire, como si le costase un gran esfuerzo construir frases, y retomó la conversación con el duque como si nunca hubiera sido interrumpida-. Sin duda es muy amable por vuestra parte preocuparos por mi seguridad, y aprecio vuestra determinación por protegerme pero...
Inhaló aire de nuevo y habló con voz titubeante y extraña osadía.
-Mi esposo tal vez no pueda tocarme ahora, pero... ¿qué ocurrirá cuando os canséis de mí? -su mirada estaba perdida, como si anticipase el momento- Será peor de lo que pueda imaginar, mi señor. Me hará pagar toda su ira, toda la furia que haya estado macerando desde ahora. Os ruego que me permitáis volver a mis aposentos. Prefiero sufrir sus enfados poco a poco, mi señor. Yo... debería terminar con esto. Cualquier día me matará -dijo para sí, susurrándose a sí misma, y su voz se deshizo en el aire oscurecido de la sala.
Lord Sergei la observó con fijeza y sonrió. Era una sonrisa helada, carente de la burla que habitualmente teñía su mirada. Era una sonrisa desagradable, que atemorizaba, de siniestra perversidad.
-¿Cuando me canse de vos? -escupió, repitiendo sus palabras con un deje siseante y tenebroso, apenas escondiendo su repentina ira.
Ni siquiera había escuchado el resto. La franqueza de Eli-zabad le había sorprendido desagradablemente, a parte del desconcierto que le había provocado descubrir el brebaje a sus pies. Y no le gustaba nada estar desconcertado, sorprendido ni confuso. Ciertamente, era una actitud un tanto infantil, de pueril orgullo. Pero lord Sergei no soportaba que alguien destripase el final de sus planes, por muy irreversible que este fuera. Le embargó el enfado, contra sí mismo por haberse dejado descubrir y por Eli-zabad por haberle descubierto; el desconcierto por la sinceridad de ella y una sensación extraña, muy extraña, que hacía mucho que había dejado de sentir... ¿culpa?
En realidad, el que hubiera habido docenas de mujeres antes de Eli-zabad y que habría cientos después de ella no era ningún secreto. Nada que ocultar, todo el mundo lo sabía, un secreto a voces. Incluso dama Ariadna lo sabía y no le importaba lo más mínimo -ella también tenía sus distracciones; su matrimonio con lord Sergei tan sólo era una alianza política que le beneficiaba más a él que a ella-. Sin embargo, cuando Eli-zabad le expuso su conocimiento sobre su tendencia a la infidelidad, y su dócil resignación a ser una más, el duque se sintió sorprendido en flagrante falta. Percibió el... sí, el hecho de serle infiel a ella, como un pecado. Un pecado no para sus dioses ya que pocas cosas consideraban pecado ellos, sino para sí mismo.
Bajo la mirada cálida e ingenua de su amante, él, el duque Negro, temido y respetado, se sintió por primera vez en mucho tiempo vulnerable. La cólera le inundó, ardiente, arrasando todo rastro de pensamiento racional.
¿Cómo se atrevía a... a... a hacerle sentir así? ¡A él! ¡Él, que podía destruirla con una sola palabra, que podía prolongar su agonía hasta el infinito! ¿Cómo era posible que osase mirarle de ese modo, hablarle así, hacer... lo que demonios quisiera estar haciendo? Apretó los dientes. No estaba nada acostumbrado a que le hicieran perder el control de ese modo, bajo oleadas de rabia.
-Mi señor -ella bajó la mirada y su sonrisa se esfumó-, no soy estúpida. Sé que no represento para vos más que un pasatiempo; que ha habido muchas antes que yo y que muchas habrá después.
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2 errantes soñaron:
En estas entradas casi nadie comenta, pero todos te leemos. A ver si va a resultar que todos estamos haciendo lo mismo:
Copiar el tema y llevándolo al Registro de la Propiedad Intelectual jajajaja para su posterior publicación jajajaja.
Cuidadín, amigo mio. Es bueno y las Ana-Rosas abundan jajajajaja.
Jejeje. Gracias por comentar, Siesp, y me alegro que te guste.
No creo que esta historia sea publicable, y menos tal y como está la industria en este momento. Falta mucho mucho para que termine (de hecho ni siquiera está finalizada). Por ahora no es más que un esbozo de los personajes y sus motivaciones. Los líos vendrán después...
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