PJs de mi vida: Adriano Corleone (IV)

Perdidos en los tiempos en que Carthago era grande. Allí se encontraban.
Era de noche y hacía frío.
Tiko miró a sus compañeros y, sin previo aviso salvo un par de lágrimas de sangre, echó a correr por el desierto. Nunca se supo más de ella.
El Barón y Adriano comenzaron a andar hacia donde el historiador suponía estaba la gran urbe mediterránea. Deprisa, pues el tiempo apremiaba y no querían que el sol les encontrase en el desierto sin ningún sitio bajo el que guarecerse.

Carthago era inmensa. Desde una cercana colina se observaban sus barrios, perfectamente delimitados, sobre los que señoreaba el lugar dedicado a los dioses. Frente al mar, su enorme puerto comercial estaba atestado y concurrido aún en aquella temprana hora pre-amanecer. Las galeras militares, que fondeaban en una sección propia y apartada del muelle civil, bogaban lentamente entre los navíos de los mercaderes.
Las entradas a la ciudad también estaban llenas de gente. Pasaron bajo una de las puertas, siendo absorbidos rápidamente por la muchedumbre. A pesar de que la indumentaria de los vampiros era extremadamente chocante para la época, nadie les dirigió más de una mirada, y si lo hacían era para bajar rápidamente los ojos y apartarse de su camino. Extraño comportamiento que más tarde entenderían.
A una indicación del florentino, ambos se dirigieron hacia los muelles. Sabía, aunque no estaba seguro de cómo, que allí encontrarían a Dhenabbi. Efectivamente, así fue. En uno de los puestos comerciales principales, el que sería Sire de Adriano organizaba a sus empleados. Los vampiros victorianos esperaron a que se encontrara solo y entonces se presentaron ante él.
La palabras que Adriano había encontrado para explicar su presencia se evaporaron cuando el fenicio le saludó por su nombre, algo molesto porque él estuviera allí. Dijo algo parecido a que ése no era el momento para encontrarse. Palabras enigmáticas pero llenas de significado cuando alguien de la Sangre de Brujah hablaba. Adriano le explicó, casi tartamudeando, la situación por la que pasaban el barón y él mismo. El fenicio descartó sus palabras. Era culpa del florentino haber llegado a parar a ese instante de la Historia y, cuando supiera cómo, sabría volver. Sin más, les indicó dónde se encontraba su residencia, les dijo que podían disponer de ella cuanto quisieran, y que en aquel momento estaba ocupado. Dándose la vuelta, prosiguió con sus numerosos quehaceres.
Por lo tanto, echaron a andar por las calles atestadas de gente, en dirección al barrio de los mercaderes, en donde Dhenabbi tenía su casa.
Entre todas aquellas personas, Adriano vio una que le llamó poderosamente la atención. Sintió casi como un tirón hacia ella. Vista desde atrás, era una joven de pelo negro y vestida con sencillez. Sin saber por qué, se acercó a ella. Cuando la miró a la cara, estuvo apunto de arrodillarse a sus pies.
Era Yzbel.
Ella se extrañó de tal comportamiento, así que Adriano le explicó quién era. Ella simplemente asintió y les indicó que les siguiera. Estaba a punto de amanecer, aunque la hija de Lasombra no parecía preocupada. En un aparte, Yzbel reconoció la espada que Adriano llevaba a la cintura y le explicó el funcionamiento de Los Hijos de los Dioses.
Al parecer, Carthago no era exactamente como el historiador creía. Sí, estaba gobenada por vampiros que se manifestaban públicamente ante los humanos. Pero en vez de concordia, lo que había era temor por los seres de la noche. Pues ellos regían sus vidas y sus muertes. Y cuando a un Hijo de los Dioses se le antojaba un humano particular, éste debía ir a él cual oveja al matadero. También le dijo que volverían a encontrarse, seductora, como siempre. Para desgracia de Adriano.

La espiral de degeneración de Adriano alcanzó su clímax en aquellos tiempos.
Sintiendo una poderosa atracción tanto hacia Yzbel como, inexplicablemente, hacia el templo de Melqart, el normalmente frío y contemplativo carácter del Hijo de Brujah comenzó a cambiar de modo espectacular. Empezó a verse más con la vampiresa. Ella le fue seduciendo poco a poco, fiel a su carácter, y Adriano, consciente de ello, se dejó hacer. No tenía más remedio.
Mientras el barón Robert de Lyonesse pasaba las noches en una fiesta sin fin llena de lujuria, gula, Sangre y sexo, Adriano comenzó a investigar el Templo. Azuzado por Yzbel, por supuesto. Y también comenzó a internarse en las oscuras aguas del pecado de la mano de su mentora. Ella, magistralmente, le fue llevando de la mano por cada uno de los Siete Pecados de Dios. Con cada ordalía, Adriano dejaba un poco más atrás las enseñanzas de su Sire. Cuando por fin pasó por la experiencia de la lujuria, dejándose hacer por la maestra Lasombra, ésta tuvo su corazón en la palma de la mano. Entonces ella le incitó a cometer el segundo más despreciable acto que jamás hiciese, sólo superado por el que poco después tendría lugar.
Yzbel, deseosa de obtener no sólo el corazón o el cuerpo de Adriano, quería también poseer su alma. Así que, bajo promesas de ser suya para siempre, le conminó al pecado. Le dijo que, para poder entregar su oscuro corazón al historiador, él debía volver el suyo aún más negro. Cuando la pasión embrujadora y los axiomas inculcados luchan, estos últimos siempre tienen las de perder.
Una noche, Adriano buscó a su maestro. Éste, a pesar de de todo, no esperaba tal desenlace. Sólo cuando las estrellas se realineron con brusquedad, comprendió. La Historia cambiaba, y cambió para Adriano cuando cometió el pecado de la Diablerie sobre su propio maestro, su Sire, el único por el que su alma aún no estaba del todo perdida. El que se lo había enseñado todo y por el que sentía un amor puro e incondicional.

La Hija de Lasombra rió. Ahora ya estaba preparado para el siguiente paso, le dijo. Debía entrar en el templo de Melqart y entregárselo. Pués aquél estaba allí, dormido, en Letargo, y ella deseaba su Sangre y su Poder. Pero para ello todavía faltaba algo. Debía seguir bajando en la espiral hasta encontrar una nueva guía. Para ello, nada mejor que conseguir entrar en el templo de Astarté y beber de aquello que no se debe beber.
Fue entonces cuando apareció Termócrates, el General Maldito de Apolo, aquél que consiguió contener a las tropas persas en la batalla de las Termópilas. Venía a ver a su antiguo amigo, Dhenabbi. Mediante engaños, Adriano le convenció de que, en cierto modo, él era ahora Dhenabbi. Con su ayuda, entró en el templo de la Diosa.
Allí encontró una estatua que representaba un ángel. Un ángel como lo representarían más tarde los cristianos. De sus ojos de piedra manaba sangre. Eso debía ser. De ahí debía beber. Se acercó a la estatua y, justo antes de llevar el líquido carmesí a su boca, una voz le previno desde atrás. "No lo hagas, papá", dijo la voz. Él se dio la vuelta. Y allí estaba: su hija adoptiva, Helena, ya adolescente, envuelta en un nimbo de luz. Boquiabierto, comprendió entonces que ella era una Despertada, una humana que podía ver más allá del Tapiz que envuelve la Realidad. Viajar entre las líneas temporales debía ser un juego para ella. "No lo hagas", repitió. "Ella no quiere tu bien, sino poseer tu alma".
"Ya la tiene", respondió Adriano. Y bebió.
En ese instante su alma se desgarró. Sintió la Bestia bullir en su interior, ansiosa por salir y manifestarse. El Abismo se abría a sus pies y él, que caminaba por el borde del precipicio se lanzó de motu propio a su oscura profundidad. Cuando emergió, le esperaba la siniestra luminosidad de Yzbel.
Nada más importaba, ahora que la tenía a ella. La tomó, feliz y desgraciado al tiempo, pues era totalmente consciente de su elección y de lo que ésta traía consigo.
"Ahora, me darás a Melqart".
Y él obedeció, internándose en las profundidades del Templo dedicado este Dios, cuya identidad todavía desconocía pero que ya empezaba a vislumbrar. Y aquello, pese a que le llenaba de repulsa, alimentaba el oscuro deseo que latía en su interior.
Con la ayuda del fiel Termócrates, se introduje en los pasadizos bajo el templo. Lucharon contra poderosos vampiros, salvaron intrincadas trampas, fueron heridos y mataron a su vez. Hasta llegar al lugar de descanso de Melqart.
Entonces lo supo. El conocimiento le llenó de terror y asco por sí mismo. Pero no importó. Adriano obedeció a la que era dueña de su alma, de su cuerpo y de su corazón. Le llevó el cuerpo en Letargo, y ni tan siquiera pestañeó cuando ella clavó sus blancos y delicados colmillos en la piel del Dios. Ni cuando su alma se rompió al finalizar el aborrecible acto que ella consumó.
Pues la Historia había vuelto a cambiar.
Brujah no había muerto por la mano de Troile.
Brujah había sido consumido por Yzbel, la Hija de Lasombra.
Y él, Adriano Corleone, había tenido la culpa.


Aquí termina la historia de Adriano Corleone. O, por lo menos, termina como PJ (sin contar una breve partida ambientada en la Sicilia Medieval que duró dos sesiones).
A partir de aquí sólo aparece como PNJ, normalmente como secundario al que puedan acudir los PJs en caso de necesidad. Es decir, como siempre pasa.
Apareció en Kosovo: La Partida, que ya os sonará de la entrada de Mashareessi. Allí era Adreas, un sabio erudito cuyo hogar se encontraba cerca de Toledo y que intentaba hallar, debido a la multiplicidad de líneas temporales, una Yzbel que no fuese malvada y a la que pudiera amar de una forma pura. Ardua tarea, desde luego. Al final los jugadores casi dependieron de él para todo. Era un tipo introvertido pero más o menos amable, y cuyo conocimiento del ocultismo les fue muy útil. Me fue muy gracioso porque, a pesar de la descripción tal cual era en la partida de Victoriana, de su nombre similar, de llevar una espada negra como la sombra al cinto, de utilizar poderes que eran claramente usos de Temporis (la disciplina de los Verdaderos Brujah), de estar obsesionado con una búsqueda enigmática... Jezabel no le reconoció hasta que no se lo dije expresamente.
También hizo sus pinitos (para mi horror, pues sabía la que se avecinaba con su aparición) recientemente en Medianoche: La Partida por Foro de Jez, que con gran pena fue finalmente cancelada. En un caserón más o menos anodino de Edimburgo, Adriano seguía con su imposible búsqueda. Y, como no podía ser de otra manera, lo hacía cerca de donde sabía que se hallaría prontamente Yzbel. Pues no podía evitar la necesidad de estar cerca de su oscuro y tormentoso objeto de deseo. Sí, Barbija. Allí era el "Señor Uridito", como le llamaba Nena con cariño. La inocencia de la pequeña y encantadora Gangrel le recordaba al torturado Vástago a su hija Helena. Y allí, pues, esperaba la aparición de la Dama Delirea, la Delirea-Sephira-Yzbel. Entended por qué temía su inclusión: sabía que aparecería Yzbel. Y me asustaba que ese momento llegara, a pesar de que tuve que ser buen jugador e ignorar su... letal peligrosidad.
Pero donde más ha aparecido, y en donde he podido darle el toque final que quise a su trágica historia, ha sido en la partida de Demonio: La Caída, que he dirigido a Jezabel en solitario (y que los habituales de su blog recordaréis de aquí). Necesitada de tropas, Megan O'Neil recibe la llamada de un Demonio de la Casa de la Naturaleza. A su vez, éste le pone en contacto con un grupo de seres sobrenaturales que vigilan que nada ni nadie se aproveche de la Humanidad. Gracias a él conoce a Adriano, quien viaja en compañía de Termócrates y de otro Vástago de la Sangre de Saulot. El Verdadero Brujah por fin ha abandonado su búsqueda. Pues la encontró. En un ramal secundario de las muchas líneas temporales existentes en el continuum, consiguió hallar una Yzbel pura y sin maldad. Por mero despecho, el propio Lasombra la mató delante de un horrorizado Adriano. En el momento de la partida, simplemente esperaba pagar sus pecados y después hacerse matar para acabar con el sufrimiento que padecía. Incluso la propia Jezabel me confesó: "Joder, pues sí que le destrocé... ¡Pobrecillo!". A pesar de la cruenta batalla por la salvación de la Humanidad, Adriano no consigue morir. Mientras escribo esta entrada, Megan O´Neil (Querubín de la Llama de la Esperanza hasta el final) intenta con todas sus fuerzas encontrar un final feliz para Adriano, ayudada por un Demonio de la Casa de la Muerte y el último Mago de los Ahl-i-Batin. ¿Lo conseguirán? Los dados hablarán cuando llegue la hora.

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8 errantes soñaron:

Jezabel dijo...

Destrocé a ese personaje como DJ; como jugadora lo redimiré, ¡por mis dados lo juro!

Min dijo...

OMG! Acabo de entender la puta manía de Sir Bruce con Meredith. BU!!!!

Me gusta ese personaje, aunque... bueno... como jugadora no me simpatiza.

Radagast dijo...

Ehhh... Min: Sir Bruce no tiene nada que ver con Adriano Corleone, al igual que Meredith no tiene nada que ver con... bueno, con nadie. Y entre sí ni se parecen. Ni sus motivaciones, ni sus pasados ni nada. La verdad es que no entiendo tu comentario.
Añun así, un saludo, niña.

Min dijo...

Deja de llamar Adrianos a tus personajes coño, que me lío! XD

Pensaba que Adriano era tu Lucio Adriano que tiene que ver con Sir Bruce y que quería a Meredith por... él sabrá por qué, porque era una despertada, supongo xD

Si son dos Adrianos diferentes sí me simpatiza :P (oye, que podría estar adaptado como mi personaja, aunque bueno, acabo de recordar el clan del otro adriano XD es que es ver Medianoche y me entra la paranoia de querer saber quién es bruce)

Jo, me quedo con mono de dados again.

Muamuamuá Radagastio :)

Radagast dijo...

Tienes razón en que es confuso. Pero yo no tenía ni idea de que aparecería Adriano Corleone por ahí, lo juro!! Si no, habría escogido otro nombre. Tal vez Lucio Sergio Magno, en vez de Lucio Adriano Magno.
Un besín.

Barbijaputa dijo...

JOder que yo había entendido de primeras lo mismo que Min!! que Lucio Adriano era a la vez Uridito, por eso no lo entendía, pq mi PJ los vio a ambos!

Radagast dijo...

Si ya lo sé. Pero la culpa no es mía, que yo no hice nada para que el Corleone apareciera (salvo crear un personaje increíble).

Lucio Adriano y Sir Bruce sólo pasaban por ahí, sin saber en qué berenjenal se estaban metiendo. Podría haberse montado una muy gorda y haber hecho que todos los jugadores muriéramos de forma horripilante a manos de Yzbel.

Jezabel dijo...

Una pena que la partida se detuviera, porque estaba a punto de conseguir que os provocárais una deflagración nuclear a vosotros mismos.