Día sin nada en particular. Es Salamanca, 4 de la tarde un 14 de diciembre, hace un frío de no te menees y la gente se mueve en coche.
Estaba yo en la gasolinera que hay al lado de mi casa salmantina (ay, qué recuerdos...), aprovisionando mi coche de gasóleo. Bien, de trankis, sin ningún problemilla. El surtidor termina de abastecer el depósito y entro en la tienda a pagar.
Delante mío hay dos clientes: un hombrecito sin características relevantes y una señora entrada en carnes con tres chiquillos a su alrededor. Los chavales, por supuesto, zascandileaban de un lado a otro pese a las advertencias reprobatorias de la madre. Así que me pongo en la cola a esperar mi turno.
Entonces hace su aparición uno de esos tíos. En cuanto lo ves intuyes su forma de ser y de comportarse. Sus maneras arrogantes, su forma de vestir, su mirada de "sois una mierda y voy a hacer lo que me da la gana, y no te atreverás a decirme nada". Él y su grupo étnico son así. Son prejuicios, sí, lo admito. Pero es que ninguno estamos a salvo de ellos. Miro rápidamente hacia afuera, hacia la zona de los surtidores. Efectivamente, mis intuiciones aciertan con el modelo de "automóvil" y con los acompañantes del tipo, que esperan dentro del coche: la típica fémina que todos suponéis, el coche sobrecargado de inutilidades, ese ruido (sí, técnicamente uno debe apagar el transistor cuando reposta) sonando a todo trapo y maltratando lo que todos conocemos como música...
El hombrecillo anónimo termina de pagar y sale por la puerta. El nuevo, el "ése", nos mira a los integrantes de la cola, sin perder en ningún momento su pose. Dirige sus ojos a la señora y, con un desprecio infinito y sin apartar la mirada de ella... se cuela por delante de todos nosotros. Así, como quien no quiere la cosa. Sabe, y es verdad, que nadie le va a decir nada por ser quien es. Yo me quedo con cara de estupefacción ante semejante osadía. Así que miro a la señora interrogantemente. Ella mi devuelve la mirada y, simplemente, niega con la cabeza en ademán cansado, diciéndome:
-¡Ay, hijo! No pasa nada. Que tú ya sabes lo que son las malas lenguas ante estas cosas.
El tipo hace sus gestiones, nos vuelve a mirar, triunfante, y se marcha.
El tipo conducía un Seat León de color amarillo y tuneado a más no poder, con un bakalao estridente que llegaba hasta nosotros pese a los cristales que nos separaban de él. Vestía ropa de marca (de la del cocodrilillo, ya sabéis), y una pulsera de plástico con la bandera de España.
La señora era una matrona gitana. Gorda, vestida de negro y rodeada de churumbeles sucios. Había venido sin coche, a comprar vete a saber tú qué artículo de primera necesidad, ya que era domingo y las tiendas estaban cerradas.
Lo que es la vida...
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Estaba yo en la gasolinera que hay al lado de mi casa salmantina (ay, qué recuerdos...), aprovisionando mi coche de gasóleo. Bien, de trankis, sin ningún problemilla. El surtidor termina de abastecer el depósito y entro en la tienda a pagar.
Delante mío hay dos clientes: un hombrecito sin características relevantes y una señora entrada en carnes con tres chiquillos a su alrededor. Los chavales, por supuesto, zascandileaban de un lado a otro pese a las advertencias reprobatorias de la madre. Así que me pongo en la cola a esperar mi turno.
Entonces hace su aparición uno de esos tíos. En cuanto lo ves intuyes su forma de ser y de comportarse. Sus maneras arrogantes, su forma de vestir, su mirada de "sois una mierda y voy a hacer lo que me da la gana, y no te atreverás a decirme nada". Él y su grupo étnico son así. Son prejuicios, sí, lo admito. Pero es que ninguno estamos a salvo de ellos. Miro rápidamente hacia afuera, hacia la zona de los surtidores. Efectivamente, mis intuiciones aciertan con el modelo de "automóvil" y con los acompañantes del tipo, que esperan dentro del coche: la típica fémina que todos suponéis, el coche sobrecargado de inutilidades, ese ruido (sí, técnicamente uno debe apagar el transistor cuando reposta) sonando a todo trapo y maltratando lo que todos conocemos como música...
El hombrecillo anónimo termina de pagar y sale por la puerta. El nuevo, el "ése", nos mira a los integrantes de la cola, sin perder en ningún momento su pose. Dirige sus ojos a la señora y, con un desprecio infinito y sin apartar la mirada de ella... se cuela por delante de todos nosotros. Así, como quien no quiere la cosa. Sabe, y es verdad, que nadie le va a decir nada por ser quien es. Yo me quedo con cara de estupefacción ante semejante osadía. Así que miro a la señora interrogantemente. Ella mi devuelve la mirada y, simplemente, niega con la cabeza en ademán cansado, diciéndome:
-¡Ay, hijo! No pasa nada. Que tú ya sabes lo que son las malas lenguas ante estas cosas.
El tipo hace sus gestiones, nos vuelve a mirar, triunfante, y se marcha.
El tipo conducía un Seat León de color amarillo y tuneado a más no poder, con un bakalao estridente que llegaba hasta nosotros pese a los cristales que nos separaban de él. Vestía ropa de marca (de la del cocodrilillo, ya sabéis), y una pulsera de plástico con la bandera de España.
La señora era una matrona gitana. Gorda, vestida de negro y rodeada de churumbeles sucios. Había venido sin coche, a comprar vete a saber tú qué artículo de primera necesidad, ya que era domingo y las tiendas estaban cerradas.
Lo que es la vida...
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3 errantes soñaron:
Hazte fama y échate a dormir, que me decía mi padre.
Yo tengo los mismos prejuicios con esa 'etnia' del coche tuneado, lo reconozco, así que no me ha extrañado nada la historia. Lo que me da miedo es que el gen que les ha provocado eso sea dominante, aunque afortunadamente suelen aparearse siempre entre ellos.
Lo que me da miedo a mí es el hecho de que se apareen, y me da igual con quién.
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