La espada segó tela, piel, carne y hueso. Se deslizó tan suavemente a través del cuello que ni siquiera notó disminuir su inercia. El pesado fardo en que se convirtió el cuerpo del último prisionero, una vez que la cabeza ya no estuvo sobre él, se precipitó al suelo. Cayó con un sonido sordo. Como un cerdo muerto.
"Eso es lo que son", pensó sir Ilan, viendo la trayectoria en vuelo de la cabeza recién seccionada. Rebotó varias veces sobre el suelo antes de ir a pararse junto a otros restos sanguinolentos. "Reses". No eran más que ganado ante él. Miró alrededor y reparó en el montículo cada vez más grande de cuerpos que sus hombres estaban formando con los muertos.
El rápido ajusticiamiento de los culpables de espionaje, o así lo llamaría cuando lo explicara ante el entrometido mago, estaba empezando a cansarle. Lo que había ideado, en parte para poner en dificultades a su señor, en parte para su propia diversión, ya no tenía el atractivo de la novedad. Llevaba casi cuatro días, con sus noches, en aquel solitario torreón.
La Torre del Paso Negro estaba enclavada en lo alto de una pequeña elevación, delante justo del único paso que atravesaba el Espinazo Negro, llamadas así por estar formadas casi en su totalidad de basalto gris oscuro. A su alrededor, las malezas del monte bajo, que eran la única especie vegetal de la zona, estaban cubiertas por un liso manto de nieve. El angosto valle había servido de paso entre reinos desde hacía innumerables generaciones. En una época muy lejana ya en la memoria, dos reinos amigos se extendían a cada lado de la cordillera. Ambos países construyeron a cada lado puestos de aduanas y comercios, y la prosperidad llegó hasta aquel lugar. Ahora separaba a dos enemigos irreconciliables, el Señorío de Renn y el Ducado de Raven. Y estos dos enemigos habían derribado las casas, sepultado los mercados, y habían levantado torres de guardia para vigilarse mutuamente, para controlar el tráfico del Paso Negro. Pues seguía existiendo comercio a través de esa frontera, y lord Sergei, Duque de Raven, cobraba importantes impuestos gracias a aquella inestable situación.
Sir Ilan se había propuesto minar las bases que sustentaban el poder del Duque. Su Dama, su auténtica Dama, así se lo había ordenado. Le había dicho qué hacer, pero no cómo hacerlo. La sinuosa mente del imponente guerrero no necesitaba ayuda para hacer lo que mejor sabía hacer.
Elevarse en la pirámide de poder.
Y aquel que se interpusiera en su camino tenía una salida fácil. La muerte.
Un irritante olor llegó hasta él cuando tomó aire con fuerza. Sus hombres estaban prendiendo la pila de cuerpos mutilados, previamente regados con el aceite aromático que las víctimas transportaban de vuelta a su país. El dulzón hedor pronto se extendió por el patio fortificado que rodeaba la Torre. Sir Ilan y el resto de los guerreros miraban cómo el fuego consumía a los "espías". Todos, o casi todos, con una sonrisa de diversión en sus labios. Sir Ilan no era estúpido, ni mucho menos, y sabía que si quería seguridad en sus planes debía rodearse de gente que le apoyara. Por eso el plazo de un día que el Duque le había dado para partir hacia la Torre había sido suficiente para que pudiera cambiar la composición del destacamento que se llevaba. Casi dos mil hombres, repartidos entre espadachines, ballesteros, piqueros acorazados y un pequeño grupo de Guerreros Negros, apenas medio centenar. Éstos, llamados así por sus armaduras hechas con escamas de dragón negro, eran sus más fieles partidarios, pues compartían su misma meta: alcanzar el poder por la fuerza. Casi dos tercios de aquella fuerza de combate haría cualquier cosa por obedecer a sir Ilan.
Sonrió mientras observaba detenidamente las caras de sus subordinados. Debajo de sus sonrisas había implacables guerreros, fríos asesinos. Lo mejor del ducado, y casi todos fieles a él. Este pensamiento le hizo fijarse en una pequeña y frágil figura, ataviada con una túnica negra, que observaba la escena desde más lejos. Zhura, tan hermosa como mortífera, era la estudiante favorita del Duque, y la más avezada. No sólo eso, sino que era fanáticamente leal a su maestro. La aprendiza de mago, junto con otros dos estudiantes de lord Sergei, estaban allí para vigilarle. Lo cual le recordó... sí. Allí estaba.
Casi invisible, protegía a los tres hechiceros de cualquier cosa a la que no fueran capaces de enfrentarse ellos solos, posiblemente con órdenes estrictas de no hacer nada sino cuidar en la sombra a los magos. Un único representante de la Hermandad de la Mano de Ébano, la guardia personal de lord Sergei. Un pequeño grupo de Ejecutores renegados, no más de una veintena de miembros, cada uno con la valía de un ejército. Los Ejecutores, un grupo creado en otro tiempo por el Imperio, cuando éste tenía algo de poder, para vigilar a los siempre indisciplinados nobles. Ahora, con el poder del trono imperial reducido a la mínima expresión, la Orden de los Ejecutores todavía persistía, vigilando, escudriñando, tal vez con más poder de lo que muchos condes y barones admitían. Y aquél que sir Ilan tenía, o creía tener, delante era un renegado de esa severa y mortífera Orden. Nadia sabía cómo lord Sergei había reunido bajo su égida a esos retorcidos y eficientes asesinos. Tampoco quería saberlo.
Flexionó sus poderosos brazos, observando cómo los músculos de acero se marcaban en su bronceada piel. Aquellos brazos habían matado a cientos de hombres. Se decía que un Ejecutor podía acabar él solo con un ejército, de noche y en las mejores condiciones. También se decía que un miembro de la Hermandad era incluso más eficiente, con sus capacidades mágicamente mejoradas por el Duque Negro.
Sonrió para sí. Mediría su propia fuerza contra ellos, aunque todavía no. Sólo esperaba el momento oportuno para dar el golpe. Y entonces lucharía con adversarios a su nivel. Adversarios cuyo nombre hacía temblar al más duro veterano de cien campañas. Dentro de poco comprobaría si eran ciertas aquellas habladurías, aquellos rumores susurrados con un intenso pavor...
Aunque lo dudaba.
"Eso es lo que son", pensó sir Ilan, viendo la trayectoria en vuelo de la cabeza recién seccionada. Rebotó varias veces sobre el suelo antes de ir a pararse junto a otros restos sanguinolentos. "Reses". No eran más que ganado ante él. Miró alrededor y reparó en el montículo cada vez más grande de cuerpos que sus hombres estaban formando con los muertos.
El rápido ajusticiamiento de los culpables de espionaje, o así lo llamaría cuando lo explicara ante el entrometido mago, estaba empezando a cansarle. Lo que había ideado, en parte para poner en dificultades a su señor, en parte para su propia diversión, ya no tenía el atractivo de la novedad. Llevaba casi cuatro días, con sus noches, en aquel solitario torreón.
La Torre del Paso Negro estaba enclavada en lo alto de una pequeña elevación, delante justo del único paso que atravesaba el Espinazo Negro, llamadas así por estar formadas casi en su totalidad de basalto gris oscuro. A su alrededor, las malezas del monte bajo, que eran la única especie vegetal de la zona, estaban cubiertas por un liso manto de nieve. El angosto valle había servido de paso entre reinos desde hacía innumerables generaciones. En una época muy lejana ya en la memoria, dos reinos amigos se extendían a cada lado de la cordillera. Ambos países construyeron a cada lado puestos de aduanas y comercios, y la prosperidad llegó hasta aquel lugar. Ahora separaba a dos enemigos irreconciliables, el Señorío de Renn y el Ducado de Raven. Y estos dos enemigos habían derribado las casas, sepultado los mercados, y habían levantado torres de guardia para vigilarse mutuamente, para controlar el tráfico del Paso Negro. Pues seguía existiendo comercio a través de esa frontera, y lord Sergei, Duque de Raven, cobraba importantes impuestos gracias a aquella inestable situación.
Sir Ilan se había propuesto minar las bases que sustentaban el poder del Duque. Su Dama, su auténtica Dama, así se lo había ordenado. Le había dicho qué hacer, pero no cómo hacerlo. La sinuosa mente del imponente guerrero no necesitaba ayuda para hacer lo que mejor sabía hacer.
Elevarse en la pirámide de poder.
Y aquel que se interpusiera en su camino tenía una salida fácil. La muerte.
Un irritante olor llegó hasta él cuando tomó aire con fuerza. Sus hombres estaban prendiendo la pila de cuerpos mutilados, previamente regados con el aceite aromático que las víctimas transportaban de vuelta a su país. El dulzón hedor pronto se extendió por el patio fortificado que rodeaba la Torre. Sir Ilan y el resto de los guerreros miraban cómo el fuego consumía a los "espías". Todos, o casi todos, con una sonrisa de diversión en sus labios. Sir Ilan no era estúpido, ni mucho menos, y sabía que si quería seguridad en sus planes debía rodearse de gente que le apoyara. Por eso el plazo de un día que el Duque le había dado para partir hacia la Torre había sido suficiente para que pudiera cambiar la composición del destacamento que se llevaba. Casi dos mil hombres, repartidos entre espadachines, ballesteros, piqueros acorazados y un pequeño grupo de Guerreros Negros, apenas medio centenar. Éstos, llamados así por sus armaduras hechas con escamas de dragón negro, eran sus más fieles partidarios, pues compartían su misma meta: alcanzar el poder por la fuerza. Casi dos tercios de aquella fuerza de combate haría cualquier cosa por obedecer a sir Ilan.
Sonrió mientras observaba detenidamente las caras de sus subordinados. Debajo de sus sonrisas había implacables guerreros, fríos asesinos. Lo mejor del ducado, y casi todos fieles a él. Este pensamiento le hizo fijarse en una pequeña y frágil figura, ataviada con una túnica negra, que observaba la escena desde más lejos. Zhura, tan hermosa como mortífera, era la estudiante favorita del Duque, y la más avezada. No sólo eso, sino que era fanáticamente leal a su maestro. La aprendiza de mago, junto con otros dos estudiantes de lord Sergei, estaban allí para vigilarle. Lo cual le recordó... sí. Allí estaba.
Casi invisible, protegía a los tres hechiceros de cualquier cosa a la que no fueran capaces de enfrentarse ellos solos, posiblemente con órdenes estrictas de no hacer nada sino cuidar en la sombra a los magos. Un único representante de la Hermandad de la Mano de Ébano, la guardia personal de lord Sergei. Un pequeño grupo de Ejecutores renegados, no más de una veintena de miembros, cada uno con la valía de un ejército. Los Ejecutores, un grupo creado en otro tiempo por el Imperio, cuando éste tenía algo de poder, para vigilar a los siempre indisciplinados nobles. Ahora, con el poder del trono imperial reducido a la mínima expresión, la Orden de los Ejecutores todavía persistía, vigilando, escudriñando, tal vez con más poder de lo que muchos condes y barones admitían. Y aquél que sir Ilan tenía, o creía tener, delante era un renegado de esa severa y mortífera Orden. Nadia sabía cómo lord Sergei había reunido bajo su égida a esos retorcidos y eficientes asesinos. Tampoco quería saberlo.
Flexionó sus poderosos brazos, observando cómo los músculos de acero se marcaban en su bronceada piel. Aquellos brazos habían matado a cientos de hombres. Se decía que un Ejecutor podía acabar él solo con un ejército, de noche y en las mejores condiciones. También se decía que un miembro de la Hermandad era incluso más eficiente, con sus capacidades mágicamente mejoradas por el Duque Negro.
Sonrió para sí. Mediría su propia fuerza contra ellos, aunque todavía no. Sólo esperaba el momento oportuno para dar el golpe. Y entonces lucharía con adversarios a su nivel. Adversarios cuyo nombre hacía temblar al más duro veterano de cien campañas. Dentro de poco comprobaría si eran ciertas aquellas habladurías, aquellos rumores susurrados con un intenso pavor...
Aunque lo dudaba.
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