El Duque miró a la mujer, más sorprendido incluso que antes. Su estado era tal que casi podría definirse de cómico, si no fuera por la novedad.
-Bien -dijo secamente, casi de manera atropellada-. Será como deseéis, muchacha -se dio la vuelta, encaminándose de nuevo hacia la puerta a vivo paso-. Espero que salgáis de mis habitaciones antes de que vuelva -se detuvo al agarrar el tirador e inclinó la cabeza ligeramente hacia Eli-zabad, mirándola de reojo-. Por vuestro bien.
Recorrió deprisa los corredores y las escaleras hasta su laboratorio. Los criados, conocedores del normalmente tranquilo temple de su amo, se apartaban extrañados y asustados de su camino, temiendo severas y permanentes reprimendas. Lord Sergei, con velo rojo en su mirada, furioso con la esposa de su lugarteniente, por... por...
Se detuvo inmediatamente. Su inclinación al autoanálisis tomó las riendas. La fría lógica se impuso en el momento de la revelación. La retorcida y veloz máquina que era su mente procesó la información que le llegaba. Los asustados curiosos huyeron presas del pánico cuando la feroz y rabiosa carcajada brotó de sus labios, seguros de que el amo estaba poseído por un demonio.
Eso era. Se sentía culpable.
Ella irradiaba una pureza sin mácula. Le atraía con una fuerza desmesurada, como la llama atrae a la polilla. Y esa fuerza era... ¿qué era? No estaba seguro.
Volvió a ponerse en camino, algo más sosegado, aunque fuera poco. Atravesó las barreras casi sin darse cuenta y entró en su laboratorio. Hizo que la luz inundara la estancia y fue a sentarse en un sillón viejísimo. La mortecina claridad procedente de los globos mágicos no llegaba a iluminar todo el laboratorio. Multitud de rincones estaban ocultos a la vista. Las enormes estanterías llenas de libros, pergaminos, frascos y botellas de ingredientes mágicos, amuletos y piedras, se perdían en la infinidad de esas pequeñas negruras. Creaban la impresión de precipitarse hacia ellas, hundiendo todo el saber en ese precipicio. Las alfombras, limpias pero gastadas por el uso, las mesas cubiertas de pergaminos, plumas y tinteros, las sillas y banquetas, sencillas y funcionales... Todo hablaba de misterio, antigüedad, hechizos.
Pero el Duque no pensó en esto, pues estaba enfrascado en sus propias revelaciones. Se sentía culpable por traicionar su pureza. No sólo eso, pensó, concentrándose al máximo. Su acceso de cólera era como la pataleta de un niño que ha sido descubierto en falta. Ella a lo mejor no se había dado cuenta, pero él sí. Se había dado cuenta de que sentía que le era infiel. Y, tomando en consideración quién era ella y quién era él, eso llevaba necesariamente a una cosa: se sentía ligado a ella. Tal vez emocionalmente. Tal vez esa... sensación, no del todo desagradable pero sí nueva, que acompañaba al deseo que sentía hacia ella era... ¿querencia? ¿¿AMOR??
Eso no podía ser. Era imposible. ¿Cómo él se dejaba ensuciar por esos sentimientos debilitantes? No sólo debilitantes. Eran pérdida de eficiencia. Entorpecían sus planes.
-Debo apartarme de ella -dijo a las sombras-. No debo permitir que me distraiga. Ella no ha sido para mí nada más que mi pequeña venganza.
Pero ni siquiera él se tragó sus propios razonamientos. Sabía que pensaría en ella y se sentiría aún más culpable. "¡Dioses oscuros!", maldijo para sí, "Me he dejado encandilar por una muchacha".
Rápidamente soterró sus pensamientos. Estaban mejor ahí, ocultos a su escrutadora vista. Nada debía interponerse en sus planes. Nada.
Ni nadie.
.
-Bien -dijo secamente, casi de manera atropellada-. Será como deseéis, muchacha -se dio la vuelta, encaminándose de nuevo hacia la puerta a vivo paso-. Espero que salgáis de mis habitaciones antes de que vuelva -se detuvo al agarrar el tirador e inclinó la cabeza ligeramente hacia Eli-zabad, mirándola de reojo-. Por vuestro bien.
Recorrió deprisa los corredores y las escaleras hasta su laboratorio. Los criados, conocedores del normalmente tranquilo temple de su amo, se apartaban extrañados y asustados de su camino, temiendo severas y permanentes reprimendas. Lord Sergei, con velo rojo en su mirada, furioso con la esposa de su lugarteniente, por... por...
Se detuvo inmediatamente. Su inclinación al autoanálisis tomó las riendas. La fría lógica se impuso en el momento de la revelación. La retorcida y veloz máquina que era su mente procesó la información que le llegaba. Los asustados curiosos huyeron presas del pánico cuando la feroz y rabiosa carcajada brotó de sus labios, seguros de que el amo estaba poseído por un demonio.
Eso era. Se sentía culpable.
Ella irradiaba una pureza sin mácula. Le atraía con una fuerza desmesurada, como la llama atrae a la polilla. Y esa fuerza era... ¿qué era? No estaba seguro.
Volvió a ponerse en camino, algo más sosegado, aunque fuera poco. Atravesó las barreras casi sin darse cuenta y entró en su laboratorio. Hizo que la luz inundara la estancia y fue a sentarse en un sillón viejísimo. La mortecina claridad procedente de los globos mágicos no llegaba a iluminar todo el laboratorio. Multitud de rincones estaban ocultos a la vista. Las enormes estanterías llenas de libros, pergaminos, frascos y botellas de ingredientes mágicos, amuletos y piedras, se perdían en la infinidad de esas pequeñas negruras. Creaban la impresión de precipitarse hacia ellas, hundiendo todo el saber en ese precipicio. Las alfombras, limpias pero gastadas por el uso, las mesas cubiertas de pergaminos, plumas y tinteros, las sillas y banquetas, sencillas y funcionales... Todo hablaba de misterio, antigüedad, hechizos.
Pero el Duque no pensó en esto, pues estaba enfrascado en sus propias revelaciones. Se sentía culpable por traicionar su pureza. No sólo eso, pensó, concentrándose al máximo. Su acceso de cólera era como la pataleta de un niño que ha sido descubierto en falta. Ella a lo mejor no se había dado cuenta, pero él sí. Se había dado cuenta de que sentía que le era infiel. Y, tomando en consideración quién era ella y quién era él, eso llevaba necesariamente a una cosa: se sentía ligado a ella. Tal vez emocionalmente. Tal vez esa... sensación, no del todo desagradable pero sí nueva, que acompañaba al deseo que sentía hacia ella era... ¿querencia? ¿¿AMOR??
Eso no podía ser. Era imposible. ¿Cómo él se dejaba ensuciar por esos sentimientos debilitantes? No sólo debilitantes. Eran pérdida de eficiencia. Entorpecían sus planes.
-Debo apartarme de ella -dijo a las sombras-. No debo permitir que me distraiga. Ella no ha sido para mí nada más que mi pequeña venganza.
Pero ni siquiera él se tragó sus propios razonamientos. Sabía que pensaría en ella y se sentiría aún más culpable. "¡Dioses oscuros!", maldijo para sí, "Me he dejado encandilar por una muchacha".
Rápidamente soterró sus pensamientos. Estaban mejor ahí, ocultos a su escrutadora vista. Nada debía interponerse en sus planes. Nada.
Ni nadie.
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