Tierra Serena X

Eli-zabad se puso en pie. Desnuda como estaba, se sentía vulnerable. Así que recorrió la sala con la mirada, detenidamente.
Un armario.
Abrió las puertas. Estaba lleno de ropa de hombre, de las túnicas y capas de lord Sergei. Eli-zabad era una mujer práctica: escogió una al azar y se la puso. Le quedaba extrañamente grande y holgada, como si fuera un monje que hubiera perdido mucho peso de repente. Qué más daba.
Se miró en el espejo de marco de plata. Las mangas eran enormes, y se las remangó. Recordó a su hermano menor, Derek. Cuando a ella le casaron con Sir Ilan, él había comenzado su aprendizaje como mago. Recordaba haberle visto ejecutar un hechizo para obtener llamas… ¿cómo era?
Repitió las palabras –un archimago se hubiera llevado las manos a la cabeza al escuchar tan lamentable pronunciación– y agitó las manos más o menos como recordaba habérselo visto hacer a su hermano. Observó su reflejo mientras lo hacía, y durante un breve instante tuvo una visión de ella misma poderosa y temible, sin… sin tener que soportar a su esposo. Sin tener más miedo de él. Libre.
Ante su sorpresa, una llamita diminuta y azulada se formó en su mano. Asustada, la agitó hasta que se apagó y se alejó del espejo, mirando a su alrededor como si alguien fuera a acusarla y juzgarla por hacer algo prohibido.
La llama debería haber sido brillante, rojiza y más grande, pero aún así…
Sería consecuencia del espejo. O de la túnica. O de la habitación. Seguro. Ella no sabía magia. Ella no… Seguro. El poder del espejo. Seguro.
Estaba mareada, y le dolía la cabeza y las contusiones provocadas por su esposo. Se sentó en una silla, justo al lado de unos estantes llenos de frascos de cristal con inscripciones en idiomas arcanos. Ella no sabía leerlos, pero no lo necesitó para reconocer qué contenían: hierbas e ingredientes mágicos.
Tal vez… tal vez podría prepararse algo para ese punzante e insoportable dolor… Su madre había sido muy hábil con las plantas, una soberbia herborista, y le había enseñado todo lo que sabía a ella. Sin embargo, Eli-zabad no tenía muchas oportunidades de demostrar su valía… tan sólo cuando era capaz de escaparse al bosque para buscar componentes prohibidos, y luego, en sus aposentos, al elaborar complicados filtros y bebedizos que más tarde vertería discretamente en el vino de su esposo… Disminuían la libido, provocaban somnolencia –de un modo sobrenatural y espantosamente delicado, tanto que nadie se daría cuenta de que plácido sueño del que había disfrutado era inducido– o tal vez, y sólo un par de veces, ahogaban a la víctima en insoportables terrores infantiles.
Sí, ella se había cobrados sus particulares y pequeñas victorias. Muchas noches, Sir Ilan se había quedado dormido antes de pensar tan siquiera en acudir al dormitorio de Eli-zabad, muchas otras no lo había deseado ni lo más mínimo –cosa harto extraña en un soldado, bien es sabido-, y un par de ellas… un par de ellas habían sido un infierno para el curtido guerrero, aterrorizado en sus suntuosos aposentos por un repentino y poderoso miedo a la oscuridad.
Olisqueó superficialmente los tarros: era capaz de reconocer las hierbas por su olor, su aspecto, su sabor. Cogió una copa vacía de una bandeja de plata con una botella de vino y un cáliz gemelo al que ella había escogido, y la llenó de vino hasta la mitad. Después eligió y seleccionó hierbas: un pellizco de esta, una pizca de la otra, apenas un toque de la de más allá…
Estaba disfrutando y se olvidó del paso del tiempo. Terminó el brebaje y casi se entristeció al tener que bebérselo… pero surtió efecto, y el dolor desapareció.
Se sentó en un sillón de orejas frente a la chimenea, sintiéndose plácidamente calmada. Dejó la copa en el suelo, a su derecha, y entrecerró los ojos. Las llamas se avivaron, como sintiendo la presencia de una invitada, e inundaron la sala con una suave claridad y un delicado calor.

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1 errantes soñaron:

Anónimo dijo...

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- Murk