El Duque Sergei anduvo deprisa los innumerables escalones que separaban su habitación privada, situada en lo alto de la torre del homenaje, del laboratorio principal, oculto en los sótanos y guardado, como dice el refrán, bajo siete llaves. "Aunque pocos conocen siquiera la existencia de tan sólo dos de ellas... mucho menos sabrán de las siete...". Llegó hasta más abajo incluso que los calabozos donde languidecían seres que antaño fueron orgullosos guerreros, enemigos diestros que osaron levantar la espada contra el malvado Duque Negro. Su boca se movió en una horrible mueca de satisfacción depredadora. Una pantera antes de saltar sobre su presa no esbozaría una sonrisa más terrible que la que en ese momento curvara los labios de lord Sergei.
Ensimismado estaba, que no se dio cuenta de lo deprisa que había ido hasta que se topó con la última de las puertas que guardaban su laboratorio. Podría haberse teletransportado, pero eso consumía energías, y no era necesario en aquel momento. Su mano izquierda se elevó y trazó un dibujo en el aire. Sus dedos dejaron surcos de luz a cada pase. Entonando la antigua runa, la puerta se abrió. Con un fluido movimiento, el Duque hechicero cruzó el umbral y se adentró en la oscuridad. Sin embargo, se sobresaltó cuando a una palabra pronunciada por otra voz, una voz femenina, la sombra se hizo luz. Una luz blanca pero mortecina que revelaba las paredes atestadas de estanterías y mesas, frascos y libros, pergaminos y amuletos de toda clase. El suave murmullo de las arañas huyendo de la súbita claridad se impuso incluso sobre el leve siseo que era la gastada respiración de la persona que ya ocupaba el laboratorio. A aquella luz, sostenida por una mano blanca como el mármol, lord Sergei distinguió el perfil delgado, casi demacrado, de una joven imbuida en una túnica negra de tela sencilla y sin adornos. La capucha, echada hacia delante, permitía ver enmarcado el delgado rostro de elfo de Zhura, una de sus aprendices. Sus ojos oscuros relucían con diversión.
Sólo el leve matiz irisado que envolvía todo el conjunto de su cuerpo permitió a lord Sergei darse cuenta de que su estudiante estaba allí en forma astral. Un estremecimiento de mal reconocido alivio recorrió su envarado cuerpo, haciendo que volviera a la realidad y adoptara esa lánguida y común postura de depredador al acecho que era la norma en él.
-Observo, maestro, que me miráis como si fuese un demonio surgido del profundo abismo... –dijo la imagen de la pequeña hechicera.
-Yo observo, sin embargo, que estás aquí antes de lo previsto –contestó el Duque, anulando el comentario de la otra-. Debías presentar tu informe dentro de un par de horas, y era yo quién debía llamarte. Cuéntame las nuevas en el primer campamento, Zhura. Pues supongo que ya habréis llegado a él. ¿Cómo está siendo el viaje hasta la Torre del Paso Negro? –inquirió después- ¿Sir Ilan comanda bien la tropa?
-Desde luego. Es un salvaje, pero, ¿acaso no es eso esencial en cualquier guerrero que se precie? Merece el puesto, y por supuesto que sabe lo que se hace -ella sonrió, casi ronroneando, y continuó-. Si he adelantado mi informe es porque tengo serias dudas sobre la fidelidad de Sir Ilan… y sobre las órdenes que va a seguir. Y el tiempo es crucial en este asunto.
Lord Sergei entornó los ojos, invitándola a continuar. Qué iba a contarle a él sobre infidelidades.
-Digamos… -comentó la hechicera- que parece un tanto agresivo, presto al ataque. Por lo que he podido escuchar, sus oficiales tienen órdenes de atacar primero y preguntar después. Comprendería este comportamiento si estuviéramos en guerra, claro está, pero no estándolo… Pienso que esta desmesurada agresividad contrasta con vuestras órdenes.
-Sé franca. Piensas que está intentando provocar a los thrillianos. Provocar una guerra.
Silencio. Silencio sepulcral.
-Mismamente –continuó Zhura– hoy, al llegar al lugar donde debíamos establecernos… Una maldita caravana de mercaderes tuvo que cruzarse en nuestro camino. Les ordenó parar. Por lo que pude escuchar, debió de torturarles acusándoles de espionaje. Bueno, ya sabéis como es. Todos los soldados necesitan un pasatiempo, y para Sir Ilan no son las mujeres. Aunque casi preferiría que fuera un mujeriego a tener que ver otra muestra más de su sadismo. En fin. –suspiró y volvió a retomar la explicación-. Los estúpidos tuvieron la genial idea de defenderse arguyendo su linaje, primos segundos por parte de madre o algo así del barón Renn, que creo que es sobrino del Rey de Thrillia. Les cortó la cabeza en público… y dejó escapar a los criados que acompañaban la comitiva. A estas alturas, el barón debe de estar quejándose a su querido soberano –el tono de la mujer era de burla y desprecio infinito– y llorándole que los chicos malos del norte han asesinado a su querido vendedor de baratijas
-Otro paso en falso, y tendremos todo un ejército de doncellitas de brillante armadura a las puertas. Son tan extremadamente sensibles con todo ese asunto del honor… -lord Sergei movió la mano con fastidio, como si los thrillianos no fueran mas que niños malcriados necesitados de una buena reprimenda.
-No necesitáis una guerra, mi señor –contestó Zhura con inusual franqueza-. No podéis permitírosla.
-No me digas lo que puedo o no puedo permitirme, aprendiz –el Duque Negro sabía que ella tenía razón, pero no pensaba hacerle esa concesión. La observó con severidad, majestuoso y siniestro, y ella ejecutó una leve reverencia de disculpa–. Recuerda tu lugar o te lo recordaré yo.
-No era mi intención ofenderos, maestro.
-Entonces, cuidado.
Ella repitió la inclinación, con suavidad.
-Volveré a informaros mañana a la hora convenida. Buenas noches, mi señor.
-Buenas noches –contestó él, y la imagen astral se desvaneció.
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Ensimismado estaba, que no se dio cuenta de lo deprisa que había ido hasta que se topó con la última de las puertas que guardaban su laboratorio. Podría haberse teletransportado, pero eso consumía energías, y no era necesario en aquel momento. Su mano izquierda se elevó y trazó un dibujo en el aire. Sus dedos dejaron surcos de luz a cada pase. Entonando la antigua runa, la puerta se abrió. Con un fluido movimiento, el Duque hechicero cruzó el umbral y se adentró en la oscuridad. Sin embargo, se sobresaltó cuando a una palabra pronunciada por otra voz, una voz femenina, la sombra se hizo luz. Una luz blanca pero mortecina que revelaba las paredes atestadas de estanterías y mesas, frascos y libros, pergaminos y amuletos de toda clase. El suave murmullo de las arañas huyendo de la súbita claridad se impuso incluso sobre el leve siseo que era la gastada respiración de la persona que ya ocupaba el laboratorio. A aquella luz, sostenida por una mano blanca como el mármol, lord Sergei distinguió el perfil delgado, casi demacrado, de una joven imbuida en una túnica negra de tela sencilla y sin adornos. La capucha, echada hacia delante, permitía ver enmarcado el delgado rostro de elfo de Zhura, una de sus aprendices. Sus ojos oscuros relucían con diversión.
Sólo el leve matiz irisado que envolvía todo el conjunto de su cuerpo permitió a lord Sergei darse cuenta de que su estudiante estaba allí en forma astral. Un estremecimiento de mal reconocido alivio recorrió su envarado cuerpo, haciendo que volviera a la realidad y adoptara esa lánguida y común postura de depredador al acecho que era la norma en él.
-Observo, maestro, que me miráis como si fuese un demonio surgido del profundo abismo... –dijo la imagen de la pequeña hechicera.
-Yo observo, sin embargo, que estás aquí antes de lo previsto –contestó el Duque, anulando el comentario de la otra-. Debías presentar tu informe dentro de un par de horas, y era yo quién debía llamarte. Cuéntame las nuevas en el primer campamento, Zhura. Pues supongo que ya habréis llegado a él. ¿Cómo está siendo el viaje hasta la Torre del Paso Negro? –inquirió después- ¿Sir Ilan comanda bien la tropa?
-Desde luego. Es un salvaje, pero, ¿acaso no es eso esencial en cualquier guerrero que se precie? Merece el puesto, y por supuesto que sabe lo que se hace -ella sonrió, casi ronroneando, y continuó-. Si he adelantado mi informe es porque tengo serias dudas sobre la fidelidad de Sir Ilan… y sobre las órdenes que va a seguir. Y el tiempo es crucial en este asunto.
Lord Sergei entornó los ojos, invitándola a continuar. Qué iba a contarle a él sobre infidelidades.
-Digamos… -comentó la hechicera- que parece un tanto agresivo, presto al ataque. Por lo que he podido escuchar, sus oficiales tienen órdenes de atacar primero y preguntar después. Comprendería este comportamiento si estuviéramos en guerra, claro está, pero no estándolo… Pienso que esta desmesurada agresividad contrasta con vuestras órdenes.
-Sé franca. Piensas que está intentando provocar a los thrillianos. Provocar una guerra.
Silencio. Silencio sepulcral.
-Mismamente –continuó Zhura– hoy, al llegar al lugar donde debíamos establecernos… Una maldita caravana de mercaderes tuvo que cruzarse en nuestro camino. Les ordenó parar. Por lo que pude escuchar, debió de torturarles acusándoles de espionaje. Bueno, ya sabéis como es. Todos los soldados necesitan un pasatiempo, y para Sir Ilan no son las mujeres. Aunque casi preferiría que fuera un mujeriego a tener que ver otra muestra más de su sadismo. En fin. –suspiró y volvió a retomar la explicación-. Los estúpidos tuvieron la genial idea de defenderse arguyendo su linaje, primos segundos por parte de madre o algo así del barón Renn, que creo que es sobrino del Rey de Thrillia. Les cortó la cabeza en público… y dejó escapar a los criados que acompañaban la comitiva. A estas alturas, el barón debe de estar quejándose a su querido soberano –el tono de la mujer era de burla y desprecio infinito– y llorándole que los chicos malos del norte han asesinado a su querido vendedor de baratijas
-Otro paso en falso, y tendremos todo un ejército de doncellitas de brillante armadura a las puertas. Son tan extremadamente sensibles con todo ese asunto del honor… -lord Sergei movió la mano con fastidio, como si los thrillianos no fueran mas que niños malcriados necesitados de una buena reprimenda.
-No necesitáis una guerra, mi señor –contestó Zhura con inusual franqueza-. No podéis permitírosla.
-No me digas lo que puedo o no puedo permitirme, aprendiz –el Duque Negro sabía que ella tenía razón, pero no pensaba hacerle esa concesión. La observó con severidad, majestuoso y siniestro, y ella ejecutó una leve reverencia de disculpa–. Recuerda tu lugar o te lo recordaré yo.
-No era mi intención ofenderos, maestro.
-Entonces, cuidado.
Ella repitió la inclinación, con suavidad.
-Volveré a informaros mañana a la hora convenida. Buenas noches, mi señor.
-Buenas noches –contestó él, y la imagen astral se desvaneció.
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