Tierra Serena XX

-Mi señor... -la imagen de la pequeña hechicera pareció titubear-. ¿Puedo seros sincera?
Él hizo un gesto con la cabeza, fastidiado, pero consciente de que tendría que tragarse su orgullo.
-Sobre la guerra, no hay nada que hacer. Sobre vuestra esposa, pensad que sólo es un poco más de tiempo. Sobre sir Ilan, yo misma me encargaré de que… ¿caiga en batalla? -sonrió, para sí misma, sin mirar a su mentor-. Y... mmm. Tal vez, si queréis arriesgaros, podríamos hacer algo con la duquesa. No podéis matarla hasta que dé a luz, claro está, pero se podría atenuar su influencia si "enfermara". Aunque, por supuesto, corréis el riesgo de perder ese niño.
-No puedo correr ese riesgo.
-Entonces, maestro -sonrió con benevolencia-, paciencia.
-¿Y sobre Eli-zabad?
-Matadla.
-No deseo hacerlo -el Duque se revolvió en su asiento.
-¿Qué problema os supone? -Zhura se encogió de hombros, con indiferencia-. Ninguno de vuestros hilos depende de su existencia.
-No deseo matarla, eso es todo. Sí anularla, sí eliminar el problema que supone...
-Ah, pero, mi señor -la joven le interrumpió, sonriente y encantadora-, el modo más sencillo de eliminar el problema que supone, siempre pasa por eliminar el problema que es. Tal vez la estáis juzgando mal, maestro. Tal vez se hace pasar por una inocente víctima de los acontecimientos cuando en realidad es una zorra renniana que lleva años tejiendo su red, y ahora os ha hechizado a vos... bien podría ser una maga versada en las artes de ocultarse y engañar, y bien podría haberos hecho beber un filtro...
El Duque Negro se puso en pie, sobresaltado y furioso.
-¡Como te atreves! ¿Engañarme a mí? ¿Sugieres que una thrilliana podría ocultar sus poderes a mis ojos, que sería capaz de envenenarme con sus porquerías? ¿Que sería capaz de enamorarme de ella con sus venenos asquerosos y yo, y yo, no me daría cuenta? ¡Qué demonios dices, estúpida! -los ojos del Duque, normalmente fríos como los de una serpiente, ahora estaban candentes como brasas-. ¡Yo no estoy enamorado de nadie, y cuida tu lengua o tendré que cortártela! ¡Jamás pienses que puedo albergar tal debilidad! ¡Acaso no has percibido el alcance de mi poder como para al primer acontecimiento inexplicable me trates como si fuera un vulgar hechicero de aldea!
-Maestro, calmaos -susurró Zhura, conciliadora-. Sólo velo por vos. Sólo trato de barajar todas las posibilidades. Sabéis que nunca he dudado de vuestras capacidades.
El duque volvió a sentarse, malhumorado, con su iracunda mirada fija en la aprendiza, quien, sin embargo, no se amedrentó.
-Entonces, milord, tened a bien explicarme por qué no queréis matarla. Porque os juro por los dioses que no lo comprendo.

-Maravilloso.
Ariadna vertió el veneno en la botella de vino de su dormitorio -una gota, más no era necesario- y sonrió, feliz y risueña. Dio dos vueltas sobre sí misma y canturreó unos versos de los sacerdotes de la diosa de la Oscuridad:
¿quién no teme a mi diosa?
nada hay que no se bañe en su Oscuridad
incluso el alma de los que reniegan...

Ensimismada en su alegría, trasteó entre las cajas que había en su dormitorio. Una gema rojiza centelleaba a la luz de las velas, engarzada en un anillo: se lo puso en el anular derecho. Ah, que perfección. Vapor difuso se movía por el interior de la gema, y su dueña sonrió satisfecha. En ese mismo instante, un vapor blancuzco comenzó a ser exhalado por el espejo de su tocador, y obediente y veloz, acudió a la gema para filtrarse en su interior.
Encantador, pensó Ariadna, sonriendo. Iba a buen ritmo, a este paso estaría lista para el entierro del duque. Estaría arrebatadora en la ceremonia, plena de poder y dueña de voluntades. Nadie igualaría su majestad. A fin de cuentas, ¿cuántos hechiceros pueden presumir de tener una joya hecha de la misma esencia de un ser humano?

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