Tierra Serena XIX

Justo cuando los invitados comenzaban a marcharse, después de una tarde de aburridos bailes de salón, después de esa danza de víboras que los entendidos llamaban "política", un heraldo entró velozmente en el Gran Salón. Vestido con la librea de gala de los servidores del Duque, avanzó con premura hacia su señor. El Duque, que estaba charlando con uno de los múltiples Barones invitados a la ceremonia, se volvió hacia él. La cara del heraldo estaba desencajada por la sorpresa y el estupor.
-Mi señor Duque -dijo-, un enviado del barón de Renn se encuentra a las puertas del castillo.
-Y, ¿qué es lo que desea el lacayo del rey de Thrillia? -barbotó el duque, aún más estupefacto que el propio heraldo.
-No lo ha dicho, mi señor -balbució el heraldo, como pidiendo disculpas-. Insiste en veros en persona.
-Hacedle entrar, y traedle aquí de inmediato.
-Se hará lo que deseáis, mi señor Duque -dijo el heraldo, haciendo una reverencia y partiendo a la carrera.
Pasaron los minutos. Las conversaciones decayeron, a la espera todos de la llegada del mensajero del vecino Señorío de Renn. Al fin las dobles puertas volvieron a abrirse, y una pareja de caballeros embutidos en pesadas armaduras plateadas entraron, escoltando a un hombre joven, impecablemente vestido de blanco y azul celeste, con el escudo de la Casa Renn bien a la vista sobre su hombro izquierdo. Un pequeño paquete envuelto en tela dorada descansaba en sus brazos. El mensajero no prestó atención ni al decorado del Salón ni a los engalanados invitados, sino que avanzó en línea recta hasta el Duque. Éste, con los brazos cruzados bajo las anchas mangas de su túnica, esperó impaciente hasta que el joven llegara a él.
-Lord Sergei de Raven, Duque del Castillo Raven, me presento ante vos como emisario de mi señor Ismael Renn, Barón de Renn -anunció le mensajero.
-Yo te recibo, como ordena el protocolo, como legítimo enviado de mi vecino -contestó el hechicero, algo envarado ante lo irreal del asunto-. ¿Qué misiva me traes del Barón, si desde hace dos generaciones no se cruzan mensajes entre los dos valles?
Una sonrisa se dibujó en la cara del joven. Haciendo una profunda reverencia, depositó el paquete ante los pies del Duque.
-Mi señor me ordena entregaros este presente como regalo para vuestro hijo nonato, heredero a la Casa Raven.
Un estupefacto silencio siguió a estas palabras. Uno de los numerosos criados se agachó a recoger el paquete y, con obsequiosas maneras, lo dejó en las manos extendidas del duque, cuyo rostro no se había movido un ápice, pero que por dentro ocultaba una estupefacción aún mayor que la de sus invitados. Con suavidad abrió el regalo: una cajita de madera de nogal finamente labrada. En su interior, una flor de amaranto. Los ojos del hechicero se entrecerraron levemente. Vendetta.
-También se me ha ordenado entregaros un mensaje -continuó el joven emisario-: mi señor está muy molesto por las recientes actuaciones de vuestros soldados en el Paso Negro. Volved a poner la mano encima a los honorables mercaderes rennianos y la próxima vez que alguien atraviese la frontera y ponga el pie en vuestro territorio será al mando de un ejército.
Una fría y cínica sonrisa apareció en los finos labios del Duque Negro. Su pétreo semblante, entrenado durante años en mostrar sólo la más insensible y desapasionada crueldad, hizo que todos, incluido el altivo emisario, retrocedieran un paso.
-Estoy seguro de que esas fueron sus palabras -ironizó.
El hechicero levantó las manos, y de sus dedos extendido surgieron brillantes dardos flamígeros que, con letal precisión, acribillaron los cuerpos acorazados de los dos escoltas rennianos. El siseo de la carne quemada fue el único sonido que se escuchó en la sala. Los caballeros, abrasados dentro de sus brillantes armaduras, murieron antes de caer como fardos al suelo de piedra. Hilillos de sangre medio coagulada escaparon de sus fosas nasales y de sus bocas, paralizadas en un sordo gemido de dolor.
-El barón Renn no es más que un anciano senil, educado en las maneras de un porquerizo -continuó lord Sergei, impasible al lívido rostro del emisario-. Y cuyo abuelo tuvo la suerte de ser primo en quinto grado del "todopoderoso" rey de Thrillia, gracia que le permitió obtener un nombre y una baronía a pesar de pertenecer a un linaje despreciado por todo el reino debido a una... leve infracción. No estoy muy versado en historia de las Grandes Casas, pero creo que un antepasado suyo fue descubierto invadiendo los aposentos de la bella sobrina del rey, con nocturnidad y alevosía, por lo cual fue condenado al exilio y reducido a la categoría de mendigo.
El emisario trastabilló al dar otro paso hacia atrás, cayendo cerca de uno de los cadáveres. La sangre manchó su impoluto traje.
-Mi respuesta a ese ultimátum es, creo, bastante clara -la túnica ondeó a su alrededor a girarse y dar la espalda al aterrorizado mensajero-. Volved al cubil de ratas del que habéis venido y decidle a vuestro señor que si lo que quería es amenazarme lo ha logrado. Las próximas noticias que tendrá de mí se las daré en persona, cuando mis colores ondeen en lo más alto de su castillo y justo antes de que mi mano le arranque su sucio corazón.
El mensajero fue sacado a rastras del Salón de Ceremonias por dos guardias ataviados con la negra librea del castillo Raven.
-Limpiad todo esto -ordenó a sus criados-. Y ahora, si me disculpáis -añadió dirigiéndose a sus invitados-, tengo que ocuparme de unos asuntos. Cuestiones de Estado, me temo, tediosas pero necesarias. En nombre de mi dama y de mí mismo os doy las gracias por haber acudido -se acercó a lady Ariadna y, muy ceremoniosamente, le besó fríamente la mano-. Mi Dama, me reuniré con vos en vuestros aposentos más avanzada la tarde.
Sin más, salió de la sala en dirección a sus aposentos. Nadie lo diría, pero la rabia y la ira hervían en su interior. Los tejemanejes de Ariadna, llevados a cabo por su fiel subordinado, habían fructificado. Se había dejado llevar como un ciego hasta la trampa más obvia con la que se había encontrado nunca. Ahora estaba metido en una guerra que no deseaba pero que no había tenido más remedio que declarar, so pena de parecer un idiota que se deja amedrentar por un imbécil al que habían hecho Barón más por pena que por méritos propios. Si no hubiera contestado de esa manera, las víboras que le rodeaban no habrían tardado en pelearse por ser las primeras en asestarle la puñalada.
Ya en la tranquila oscuridad de sus habitaciones meditó sobre lo ocurrido, con una copa de jerez en la mano, sentado al calor de los rescoldos que titilaban en su chimenea. No dudaba en salir victorioso, pues su poder era superior al de la Casa Renn, pero eso le obligaba a distraerse en estúpidos juegos de guerra en un momento en que la traición dormitaba bajo su propio tejado.
Maldita Ariadna, que conspiraba contra él por hacerse con el poder de su Ducado. Ella utilizaría a su hijo como escalera a la cima, ahora que él se había arriesgado a reconocer al nonato como su heredero. Un movimiento necesario, pues un hijo reconocido le permitiría desechar de una vez por todas a su pervertida y maldita esposa.
Maldito Ilan. No era más que un asesino a sueldo, pero que interpretaba muy bien y con gusto el papel que su verdadera señora disponía para él. Otro buitre a la espera de que su cadáver descansara en el frío suelo.
Y maldita Eli-zabad, cuyos sentimientos hacia ella, incluso ahora que le despreciaba abiertamente, no hacían más que aumentar. La deseaba y la repudiaba a la vez. Otra distracción de la que tendría que ocuparse o tal vez significara su caída.
Tomó una decisión.
Debía llamar a Zhura, la única en la que podía confiar abiertamente, pues su veneración hacia el poderoso hechicero estaba por encima de cualquier cosa. Su fanática lealtad era lo que en ese momento necesitaba.

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