Para celebrar el próximo nacimiento del heredero del Ducado se preparó una suntuosa cena y baile. Todo aquel que tratase de escalar socialmente no podía permitirse faltar, ni pensarlo tan siquiera. Todos deberían ofrecer a sus Duques un presente valioso para demostrar su fidelidad y alegría por la perpetuación de la línea dinástica; todos aparecerían en sus mejores galas, todos aprovecharían para apuñalar a quien pudieran. Así eran las cosas en este mundo oscuro: hasta el feliz acontecimiento de la llegada de una nueva vida se veía empañado por la codicia, la miseria y la traición.
Damas y caballeros parloteaban despreocupadamente en la sala, en grupos más o menos reducidos. Lord Sergei comentaba naderías con cuatro o cinco caballeros de alto rango militar, esperando que su esposa apareciese. Al recorrer una vez más la sala con la mirada, pudo distinguir, medio oculta por las sombras, a Eli-zabad. Estaba sentada, ajena a todos y curiosamente ignorada por ellos –ningún varón se atrevería a entablar conversación con la esposa de Sir Ilan sin estar éste presente; ninguna dama soportaba su intolerable candidez y su aburrida moralidad–. Profundas ojeras bordeaban sus ojos oscuros, y parecía aún más pálida y espectral que de costumbre. Sujetaba una copa de vino, y a su derecha, en el suelo, estaba el envuelto que debía ser su obsequio para los duques. Sigilosamente se acercó a ella, y pudo comprobar que estaba afectada por un extraño y leve tembleque, al observar cómo la copa se movía imperceptiblemente en su mano. El corte en su mejilla, las marcas del cuello y los restos de la última paliza propinada por sir Ilan aún eran visibles para quien supiese buscarlos. Ocultaba el cabello cortado y la marca del cuello con un tocado aparatoso y un pañuelo de seda negra. Los pómulos se le marcaban en exceso, y sus ojos parecían hundidos en las cuencas. Estaba demacrada.
Tenía la mirada perdida en el suelo. Una túnica se detuvo ante ella, y Eli-zabad supo, antes de levantar los ojos, a quién pertenecía. Su abultado vientre era de un volumen inhabitual para el estado en que se encontraba, como si fuera a dar a luz más de una criatura, y esto acentuaba más su macilenta delgadez. Haciendo lo que pareció un esfuerzo sobrehumano, dirigió la mirada al rostro de su interlocutor.
-Buenas noches –dijo el Duque.
-Mi señor –respondió ella. Su voz sonó débil y quebradiza. Hizo ademán de levantarse para efectuar una reverencia, pero las piernas no le obedecieron-. Disculpad mis modales, señor. Me encuentro agotada.
La siniestra presencia del hechicero había hecho que, inconscientemente, todas las conversaciones se apartaran de él, todas las miradas le evitasen. Nadie se fijó en su duque inclinándose sobre la esposa de sir Ilan, nadie recordaría, más tarde, haberle visto hablando con ella.
-Lo comprendo –contestó él. En el último instante consiguió reprimir los deseos de tocarla-. ¿Habéis...? –la curiosidad pudo con él, una curiosidad doliente y mórbida- ¿Habéis notificado ya a vuestro esposo... vuestro estado?
Ella sonrió con infinito desprecio.
-Sí, mi Duque.
-¿Y qué ha...? -No ha contestado, mi señor. Mi esposo tiene cosas más importantes que hacer. -No creo que... -empezó el Duque, sin saber cómo iba a terminar la frase, pero conocedor de que Eli-zabad tenía razón. Con una amargura sorprendente por lo inhabitual en ella, Eli-zabad le felicitó por el próximo nacimiento de su heredero:
-Mi señor -su voz era un gemido quebrado y ligeramente disfónico-, aceptad mi más sincera enhorabuena. Vuestra esposa ha de ser muy feliz dándoos el heredero que tanto ansiáis, más aún sabiendo que el fruto de su amor por vos no va a costarle la vida y la deshonra. Por favor, os ruego aceptéis este presente como muestra de lealtad hacia el Ducado. Si me dais vuestro permiso, me retiraré; hay algo en el ambiente que me revuelve el estómago. Tal vez sea el cinismo y la crueldad que exudáis a cada paso.
Sin esperar una respuesta, dejó en manos del Duque el paquete, se levantó y se esfumó ante la mirada atónita y furiosa, desconcertada, del hechicero. Al desenvolver la tela que lo protegía, el duque halló una caja de música deliciosamente tallada, con el escudo de Sir Ilan labrado con delicada belleza. El sonido, sin embargo, era melancólico y agobiante. El Duque, totalmente ensimismado con la caja, no se dio cuenta de que las conversaciones habían cesado. Solo el chirriar de las dobles puertas del Gran Salón de Ceremonias –curioso nombre para tan tétrico lugar-, le devolvió a la realidad. Lady Ariadna apareció tras los velos que ocultaban el umbral de la entrada. Su aparición, tan teatral como le fue posible, asombró y maravillo a los presentes. Envuelta en sedas rojas y negras, marcando sin ocultar en exceso lo avanzado de su embarazo, lucía su hermoso cuerpo como se luce un puñal envenenado: bien a la vista, para que todos se fijen en él y sepan, sin lugar a dudas, quién lleva el cetro de mando. Lord Sergei de Raven, enfundado en una túnica negra de terciopelo con toda su superficie bordada en arabescos de hilo de plata, ceñida a su cintura mediante un talabarte de escamas de dragón plateado del que colgaba un solo saquillo hecho también de terciopelo negro recorrió los metros que le separaban de su esposa. Cogiéndola de la mano suavemente, con delicadeza, avanzó hasta el centro de la sala. Los invitados se hicieron a un lado, permitiendo a la pareja ocupar la atención de todos y cada uno de ellos.
-Damas, caballeros –empezó el Duque-. Augustos invitados todos vosotros. Es para mí, y para mi esposa –añadió casi a regañadientes-, un deber y a la vez un placer anunciaros el próximo nacimiento del heredero del Castillo Raven. Los invitados aplaudieron educadamente, como estatuas inertes formando una rueda alrededor de los duques, pero preparados para moverse más rápidos que el relámpago a fin de ser, cada uno de ellos, los primeros en dar su felicitación al Duque Negro. Maniobras políticas.
"Ratas que se muerden entre ellas a fin de llegar antes hacia el queso", pensó el Duque. Despreciaba a todos y cada uno de sus "leales vasallos". Le necesitaban, y no cabía duda de que muchos de ellos le apoyaban ciegamente, aunque sólo fuera porque él mantenía su nivel de vida. Sonreiría y agradecería con absoluta sinceridad cada muestra de simpatía. Estrecharía la mano a cada uno de los presentes. Aceptaría cada inútil e insulso regalo con gracia y elegancia. Y mientras lo hiciera, no dejaría de regocijarse en lo que aquel vástago significaba: la muerte de su molesta y peligrosa Duquesa.
"...el cinismo y la crueldad que exudáis a cada paso".
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Damas y caballeros parloteaban despreocupadamente en la sala, en grupos más o menos reducidos. Lord Sergei comentaba naderías con cuatro o cinco caballeros de alto rango militar, esperando que su esposa apareciese. Al recorrer una vez más la sala con la mirada, pudo distinguir, medio oculta por las sombras, a Eli-zabad. Estaba sentada, ajena a todos y curiosamente ignorada por ellos –ningún varón se atrevería a entablar conversación con la esposa de Sir Ilan sin estar éste presente; ninguna dama soportaba su intolerable candidez y su aburrida moralidad–. Profundas ojeras bordeaban sus ojos oscuros, y parecía aún más pálida y espectral que de costumbre. Sujetaba una copa de vino, y a su derecha, en el suelo, estaba el envuelto que debía ser su obsequio para los duques. Sigilosamente se acercó a ella, y pudo comprobar que estaba afectada por un extraño y leve tembleque, al observar cómo la copa se movía imperceptiblemente en su mano. El corte en su mejilla, las marcas del cuello y los restos de la última paliza propinada por sir Ilan aún eran visibles para quien supiese buscarlos. Ocultaba el cabello cortado y la marca del cuello con un tocado aparatoso y un pañuelo de seda negra. Los pómulos se le marcaban en exceso, y sus ojos parecían hundidos en las cuencas. Estaba demacrada.
Tenía la mirada perdida en el suelo. Una túnica se detuvo ante ella, y Eli-zabad supo, antes de levantar los ojos, a quién pertenecía. Su abultado vientre era de un volumen inhabitual para el estado en que se encontraba, como si fuera a dar a luz más de una criatura, y esto acentuaba más su macilenta delgadez. Haciendo lo que pareció un esfuerzo sobrehumano, dirigió la mirada al rostro de su interlocutor.
-Buenas noches –dijo el Duque.
-Mi señor –respondió ella. Su voz sonó débil y quebradiza. Hizo ademán de levantarse para efectuar una reverencia, pero las piernas no le obedecieron-. Disculpad mis modales, señor. Me encuentro agotada.
La siniestra presencia del hechicero había hecho que, inconscientemente, todas las conversaciones se apartaran de él, todas las miradas le evitasen. Nadie se fijó en su duque inclinándose sobre la esposa de sir Ilan, nadie recordaría, más tarde, haberle visto hablando con ella.
-Lo comprendo –contestó él. En el último instante consiguió reprimir los deseos de tocarla-. ¿Habéis...? –la curiosidad pudo con él, una curiosidad doliente y mórbida- ¿Habéis notificado ya a vuestro esposo... vuestro estado?
Ella sonrió con infinito desprecio.
-Sí, mi Duque.
-¿Y qué ha...? -No ha contestado, mi señor. Mi esposo tiene cosas más importantes que hacer. -No creo que... -empezó el Duque, sin saber cómo iba a terminar la frase, pero conocedor de que Eli-zabad tenía razón. Con una amargura sorprendente por lo inhabitual en ella, Eli-zabad le felicitó por el próximo nacimiento de su heredero:
-Mi señor -su voz era un gemido quebrado y ligeramente disfónico-, aceptad mi más sincera enhorabuena. Vuestra esposa ha de ser muy feliz dándoos el heredero que tanto ansiáis, más aún sabiendo que el fruto de su amor por vos no va a costarle la vida y la deshonra. Por favor, os ruego aceptéis este presente como muestra de lealtad hacia el Ducado. Si me dais vuestro permiso, me retiraré; hay algo en el ambiente que me revuelve el estómago. Tal vez sea el cinismo y la crueldad que exudáis a cada paso.
Sin esperar una respuesta, dejó en manos del Duque el paquete, se levantó y se esfumó ante la mirada atónita y furiosa, desconcertada, del hechicero. Al desenvolver la tela que lo protegía, el duque halló una caja de música deliciosamente tallada, con el escudo de Sir Ilan labrado con delicada belleza. El sonido, sin embargo, era melancólico y agobiante. El Duque, totalmente ensimismado con la caja, no se dio cuenta de que las conversaciones habían cesado. Solo el chirriar de las dobles puertas del Gran Salón de Ceremonias –curioso nombre para tan tétrico lugar-, le devolvió a la realidad. Lady Ariadna apareció tras los velos que ocultaban el umbral de la entrada. Su aparición, tan teatral como le fue posible, asombró y maravillo a los presentes. Envuelta en sedas rojas y negras, marcando sin ocultar en exceso lo avanzado de su embarazo, lucía su hermoso cuerpo como se luce un puñal envenenado: bien a la vista, para que todos se fijen en él y sepan, sin lugar a dudas, quién lleva el cetro de mando. Lord Sergei de Raven, enfundado en una túnica negra de terciopelo con toda su superficie bordada en arabescos de hilo de plata, ceñida a su cintura mediante un talabarte de escamas de dragón plateado del que colgaba un solo saquillo hecho también de terciopelo negro recorrió los metros que le separaban de su esposa. Cogiéndola de la mano suavemente, con delicadeza, avanzó hasta el centro de la sala. Los invitados se hicieron a un lado, permitiendo a la pareja ocupar la atención de todos y cada uno de ellos.
-Damas, caballeros –empezó el Duque-. Augustos invitados todos vosotros. Es para mí, y para mi esposa –añadió casi a regañadientes-, un deber y a la vez un placer anunciaros el próximo nacimiento del heredero del Castillo Raven. Los invitados aplaudieron educadamente, como estatuas inertes formando una rueda alrededor de los duques, pero preparados para moverse más rápidos que el relámpago a fin de ser, cada uno de ellos, los primeros en dar su felicitación al Duque Negro. Maniobras políticas.
"Ratas que se muerden entre ellas a fin de llegar antes hacia el queso", pensó el Duque. Despreciaba a todos y cada uno de sus "leales vasallos". Le necesitaban, y no cabía duda de que muchos de ellos le apoyaban ciegamente, aunque sólo fuera porque él mantenía su nivel de vida. Sonreiría y agradecería con absoluta sinceridad cada muestra de simpatía. Estrecharía la mano a cada uno de los presentes. Aceptaría cada inútil e insulso regalo con gracia y elegancia. Y mientras lo hiciera, no dejaría de regocijarse en lo que aquel vástago significaba: la muerte de su molesta y peligrosa Duquesa.
"...el cinismo y la crueldad que exudáis a cada paso".
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